Dicen que la tercera es la vencida. Ya había pasado por la experiencia de actuar para películas en dos ocasiones: Donde acaban los caminos, y un cortometraje experimental sobre los “abusos de los derechos humanos, cometidos durante los arrestos por la Policía Nacional”, que se iba a presentar solamente en Perú y Uruguay.
Cuando fui al cine a ver Donde acaban los caminos me sorprendió encontrarme con que en la película solo aparecía el acercamiento de mi mano izquierda y lo que podía ser mi panza o la de mi vecino. Es tan rápida la toma que nunca me dio tiempo a decidir si la oronda barriga era mía o ajena.
Pese al resultado, aquella experiencia valió la pena porque pude compartir con muchos artistas del panorama nacional y experimenté en carne propia un proceso profesional, por demás interesante, filmado en las ciudades mágicas de Antigua y San Pedro La Laguna. Al final, la única prueba de que estuve en su elenco es que sí salgo en los créditos como actor invitado.
La segunda fue todo lo contrario respecto del profesionalismo y a la honradez a la hora de cancelar nuestros honorarios profesionales (los cuales se evaporaron hábilmente).
Todos los actores fuimos vilmente engañados y sospechamos que nuestro corto sí se presentó en los destinos planeados, pese al pequeño error en la continuidad de una escena.
De esta, solo nos queda a mis compañeros y a mí el grato recuerdo de cómo le sacamos las castañas a la ONG a cargo y al director que, cada vez que nos ve, opta por poner los pies en polvorosa.
Hay que anotar que el camarógrafo, de quien solo recuerdo el nombre, Roberto, es una joya llena de brillantes ideas y con gran capacidad para la dirección. Él también fue estafado.
Pan Dulce me dejó lleno de satisfacciones. Primero, porque Javier del Cid (autor del libreto, director y principal productor del filme) es una artista especial y sensitivo. Esto lo demuestran tanto las secuencias de sus tomas, como el desarrollo visual tan singular alcanzado en el producto final.
Como realizador y casi sin presupuesto, supo sacar provecho a los elementos que tenía a mano y liderar al material humano profesional que encontró como respaldo para el manejo de cámaras y otros aspectos técnicos ajenos a su competencia creadora. Obtener partido de lo que no hay es algo que solo puede hacer un ser creativo. En este sentido espero que sea percibido su aporte al tema del cine en Guatemala. Al trabajo hay que sumarle la intervención de Tatiana Palomo, quien se enfocó en la dirección artística. O sea, la preparación de los actores para cada rol, resultado que queda en manos del público calificar.
Yo, por mi lado, me gocé la compañía de Palomo, Del Cid, y especialmente la de Flora Méndez y Jorge Hernández Vielman, porque tenía muchos años de querer trabajar con ellos. Los dos son unos señores actores. Los protagonistas —Pepe Orozco y Analé Lemus— fueron una revelación, debido al compañerismo y la luz que poseen.
Cuando fui al cine a ver Donde acaban los caminos me sorprendió encontrarme con que en la película solo aparecía el acercamiento de mi mano izquierda y lo que podía ser mi panza o la de mi vecino. Es tan rápida la toma que nunca me dio tiempo a decidir si la oronda barriga era mía o ajena.
Pese al resultado, aquella experiencia valió la pena porque pude compartir con muchos artistas del panorama nacional y experimenté en carne propia un proceso profesional, por demás interesante, filmado en las ciudades mágicas de Antigua y San Pedro La Laguna. Al final, la única prueba de que estuve en su elenco es que sí salgo en los créditos como actor invitado.
La segunda fue todo lo contrario respecto del profesionalismo y a la honradez a la hora de cancelar nuestros honorarios profesionales (los cuales se evaporaron hábilmente).
Todos los actores fuimos vilmente engañados y sospechamos que nuestro corto sí se presentó en los destinos planeados, pese al pequeño error en la continuidad de una escena.
De esta, solo nos queda a mis compañeros y a mí el grato recuerdo de cómo le sacamos las castañas a la ONG a cargo y al director que, cada vez que nos ve, opta por poner los pies en polvorosa.
Hay que anotar que el camarógrafo, de quien solo recuerdo el nombre, Roberto, es una joya llena de brillantes ideas y con gran capacidad para la dirección. Él también fue estafado.
Pan Dulce me dejó lleno de satisfacciones. Primero, porque Javier del Cid (autor del libreto, director y principal productor del filme) es una artista especial y sensitivo. Esto lo demuestran tanto las secuencias de sus tomas, como el desarrollo visual tan singular alcanzado en el producto final.
Como realizador y casi sin presupuesto, supo sacar provecho a los elementos que tenía a mano y liderar al material humano profesional que encontró como respaldo para el manejo de cámaras y otros aspectos técnicos ajenos a su competencia creadora. Obtener partido de lo que no hay es algo que solo puede hacer un ser creativo. En este sentido espero que sea percibido su aporte al tema del cine en Guatemala. Al trabajo hay que sumarle la intervención de Tatiana Palomo, quien se enfocó en la dirección artística. O sea, la preparación de los actores para cada rol, resultado que queda en manos del público calificar.
Yo, por mi lado, me gocé la compañía de Palomo, Del Cid, y especialmente la de Flora Méndez y Jorge Hernández Vielman, porque tenía muchos años de querer trabajar con ellos. Los dos son unos señores actores. Los protagonistas —Pepe Orozco y Analé Lemus— fueron una revelación, debido al compañerismo y la luz que poseen.
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