lunes, 5 de mayo de 2008

Alfredo García

El trabajo de este autor sobresale en las artes visuales realizadas en occidente, y su pintura es una de las que mejor representa la evolución del paisajismo nacional. Lejos desde hace mucho de las expresiones académicas, Alfredo García ha sabido encontrar en las comunidades que rodean a la ciudad de Quetzaltenango y de otras localidades del área, un referente inagotable.
De entre los valores que destacan en la producción de García, sobresale la capacidad de síntesis con la que refleja los asentamientos rural/urbanos que atraen su curiosidad. En la interpretación de añejas arquitecturas ejerce el control absoluto del creador para otorgarles nuevas lecturas y un misterio particular. No es un registrador que transcribe. Es un artífice que, si bien confiere importancia a ciertos elementos de la realidad, los reviste de una nueva categoría que justifica su presencia y existencia en el espacio.

Las montañas, señas topográficas definitorias de la geografía del país y de los departamentos en que focaliza su atención, se transforman en escenarios sinuosos que parecieran no tener fin. En ellos no hay ningún ser viviente, ni animal o vegetal. Un plano se sobrepone a otro y así, las dimensiones se pierden hacia un infinito agradablemente silencioso y grato. Serenidad, orden, composición… un mundo ideal que luce desierto e inhabitado, pero anhelable en toda su paz organizativa. Su universo, entonces, en lugar de lucir marchito se regenera a partir de la homeostasis oferente. Trabajo que pareciera testigo imperecedero de alguna civilización que lo habitó (o que, quizás pronto lo hará).

Cuando no son paisajes con elementos urbanos, es el lago de Atitlán y junto a algunas herramientas humanas que intervienen la semblanza del entorno. Barcazas, muelles y lazos se pierden fundidos en un agua cristalina perteneciente a otro mundo de una galaxia no tan contaminada por el progreso del hombre. Su iconografía la complementan cacharros, ventanas, escaleras y mueblería popular redimensionados como objetos preciosos, de incalculable valor, superpuestos en la composición original sin respeto a sus tamaños reales. De esta manera propone pinturas, dentro de otras pinturas y de paso, juega con la percepción espacial del observador. Acá corrompe las reglas y promulga nuevas leyes que, en su creación, funcionan.

En sus cuadros son factibles metáforas imposibles como, por ejemplo, escuchar el silencio. Sensación que, en todos los casos, se alimenta con siempre renovada vitalidad de un valor característico de García: su depurada y sutilísima paleta. A diferencia de sus compañeros de generación y la expresión de la bien establecida escuela quezalteca, Alfredo García dirigió su atención hacia lo sutil en la aplicación del pigmento. No es que se haya olvidado del color, al contrario, en aquella región la gama es avasallante. Lo que pasa es que en su entendimiento del oficio, lo materializa como conocedor indiscutible de la técnica. Son óleos que, matizados desde la perspectiva del pintor, se convierten en poesía… Este autor fue honrado como el artista del año 2008 por los personeros de la Fundación Rozas Botrán.

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