El jueves recién pasado tuve el privilegio de visitar el nuevo museo anexo a la Iglesia de la Merced. Templo que, dicho sea de paso y sin perder su condición espiritual, reúne una de las colecciones más sólidas de arte barroco y neoclásico del país.
La existencia del nuevo espacio cultural resalta la idea de que, con voluntad y entereza, todo es posible. A qué me refiero: la colección de tesoros que protege se está exhibiendo en un edificio histórico rescatado de la desidia y la ignominia política. Se trata del antiguo convento de la orden mercedaria, hoy bajo la custodia de los jesuitas y un patronato que celosamente encabeza la señora Ana María Urruela de Quezada quien trabaja junto a otras destacadas personalidades de la iniciativa privada.
Tanto el convento, como la iglesia, se construyeron después de los terremotos de Santa Marta de 1773, en un período más o menos inmediato al de la traslación de la ciudad acontecida tres años después de aquellos movimientos telúricos. No sería hasta el 16 de junio de 1802 que el padre provincial, Luis García, presentaría al Real Ayuntamiento los planos de la iglesia que se había comenzado a erigir poco antes. El 2 de marzo de 1810 la Junta Superior de Hacienda aprobó los planos para el convento.
El 7 de junio de 1872 Justo “Rufián” Barrios –para utilizar el apelativo con el que se le recuerda en ciertos ámbitos- suprimió las órdenes religiosas y repartió a discreción los conventos entre dependencias del estado e incluso particulares.
Aunque la ley protegía los bienes muebles de la Iglesia, también algunos de sus objetos preciosos se perdieron en el evento. En el proceso también cambiaron de manos muchas obras de gran valor histórico y monetario.
La Merced fue una de las más afectadas y hoy, en el recorrido de lo que se ha rescatado, se puede apreciar la magnitud del ultraje al que fue sometida. De lugar de recogimiento pasó a ser un espacio más para la tortura y los ajusticiamientos. Fe de ello lo da la pared agujereada por los balazos y perdigones producidos por los fusilamientos efectuados dentro de la cárcel que allí funcionó. Ver este vestigio acongoja.
Hoy, ya de nuevo en manos de sus custodios, el espacio se llena de un hálito especial relacionado con una parte de las raíces históricas del pueblo guatemalteco. Si bien, ya no será usado como hogar para los sacerdotes, la dignidad con la que fue erigido y rescatado queda a la vista. Es impresionante la diferencia entre el bullicio de la ciudad y el silencio y armonía de su interior. Al centro del patio colonial hay una nueva fuente que, siendo moderna, amarra el pasado con el presente. Los vestigios de la anterior están a la vista, al mismo tiempo de haber quedado protegidos por la nueva integración.
El edificio, al igual que pasó con el Museo de la Catedral Metropolitana, fue acondicionado de tal manera que la colección exhibida se percibe sin perder la función para la que fue creada. Si entendí bien, quien acondicionó las cuatro salas y creó el guión general fue Roberto Andreu… (Continúa).
La existencia del nuevo espacio cultural resalta la idea de que, con voluntad y entereza, todo es posible. A qué me refiero: la colección de tesoros que protege se está exhibiendo en un edificio histórico rescatado de la desidia y la ignominia política. Se trata del antiguo convento de la orden mercedaria, hoy bajo la custodia de los jesuitas y un patronato que celosamente encabeza la señora Ana María Urruela de Quezada quien trabaja junto a otras destacadas personalidades de la iniciativa privada.
Tanto el convento, como la iglesia, se construyeron después de los terremotos de Santa Marta de 1773, en un período más o menos inmediato al de la traslación de la ciudad acontecida tres años después de aquellos movimientos telúricos. No sería hasta el 16 de junio de 1802 que el padre provincial, Luis García, presentaría al Real Ayuntamiento los planos de la iglesia que se había comenzado a erigir poco antes. El 2 de marzo de 1810 la Junta Superior de Hacienda aprobó los planos para el convento.
El 7 de junio de 1872 Justo “Rufián” Barrios –para utilizar el apelativo con el que se le recuerda en ciertos ámbitos- suprimió las órdenes religiosas y repartió a discreción los conventos entre dependencias del estado e incluso particulares.
Aunque la ley protegía los bienes muebles de la Iglesia, también algunos de sus objetos preciosos se perdieron en el evento. En el proceso también cambiaron de manos muchas obras de gran valor histórico y monetario.
La Merced fue una de las más afectadas y hoy, en el recorrido de lo que se ha rescatado, se puede apreciar la magnitud del ultraje al que fue sometida. De lugar de recogimiento pasó a ser un espacio más para la tortura y los ajusticiamientos. Fe de ello lo da la pared agujereada por los balazos y perdigones producidos por los fusilamientos efectuados dentro de la cárcel que allí funcionó. Ver este vestigio acongoja.
Hoy, ya de nuevo en manos de sus custodios, el espacio se llena de un hálito especial relacionado con una parte de las raíces históricas del pueblo guatemalteco. Si bien, ya no será usado como hogar para los sacerdotes, la dignidad con la que fue erigido y rescatado queda a la vista. Es impresionante la diferencia entre el bullicio de la ciudad y el silencio y armonía de su interior. Al centro del patio colonial hay una nueva fuente que, siendo moderna, amarra el pasado con el presente. Los vestigios de la anterior están a la vista, al mismo tiempo de haber quedado protegidos por la nueva integración.
El edificio, al igual que pasó con el Museo de la Catedral Metropolitana, fue acondicionado de tal manera que la colección exhibida se percibe sin perder la función para la que fue creada. Si entendí bien, quien acondicionó las cuatro salas y creó el guión general fue Roberto Andreu… (Continúa).
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