Anoté la semana pasada que el jueves 12 de febrero visité el Museo de la Merced. También sugerí que el inmueble colonial que lo alberga es un testimonio en sí mismo y la colección que allí se exhibe, digna y reveladora de la capacidad de sus arquitectos y artistas.
También dejé apuntado que el guión museográfico quedó a cargo del historiador Roberto Andreu. Entre los muchos valores humanos hay que señalar la ilustrada utilización espacial sugerida por la arquitecta (y museógrafa) Mirella Beverinni ya que, sin intervenir los muros históricos, consiguió un sistema de exhibición en el que no se pierde la importancia del edificio. Al mismo tiempo facilitó la apreciación de lo que se exhibe con una justa dimensión individual de cada objeto, propiciando su proximidad sin que estas joyas corran riesgos.
En 1997, cuando aun no había ni esperanzas de recuperar el convento de las siempre destructoras manos gubernamentales, se publicó el libro Tesoro de la Merced. La edición general quedó a cargo de Ana María Urruela de Quezada. La obra registra la esencia que motivó la fundación de esta nueva institución cultural. Entre los autores que fundamentan el peso de aquel aporte se encuentran Gustavo Ávalos Austria, Dieter Lehnhoff, Luis Luján Muñoz y Ricardo Toledo Palomo, entre otros. El libro complementa de sobra la visita al tiempo y al museo.
El recorrido se divide en cinco secciones y la primera es la tocante al edificio. En la parte introductoria se puede seguir la historia de los mercedarios y los jesuitas en Guatemala a partir de determinadas pinturas que representan a hombres notables para ambas órdenes. También es perceptible la dimensión de la tragedia telúrica de 1773 que obligó la traslación y se hace visible lo que se quedó olvidado en el pasado y qué se consiguió hacer resurgir -con esplendor- en una locación empobrecida por las guerras españolas, la independencia y la inestabilidad política del siglo XIX.
La sala “brillos de plata” no tiene nada que envidiar al salón de platería guatemalteca del museo Franz Mayer en México. Este tipo de piezas pertenecen a lo más granado de los orfebres y sus joyeros coloniales. Desde navetas, estandartes, relicarios y otras piezas con diversidad de usos simbólicos y litúrgicos, el recinto se hace notar por la luminiscencia que emana.
También existe un espacio para las exposiciones temporales: “Devocionarios”. En él se presentan al público, dependiendo de la temporada litúrgica, objetos relacionados a las distintas devociones. Es allí en donde se pueden apreciar creaciones cuya misión es salir en procesiones o dedicados a distintos tipos de acciones de fe. Hay, incluso, casullas ricamente rematadas en joyería, sedas hiladas en oro, y plata.
Y por último, el espacio que da nombre al museo. Es allí en donde se encuentra escultura doméstica y eclesiástica. Entre las primeras hay que señalar especialmente las pequeñas tallas de la “Piedad”, la Virgen de los Desamparados, San Ignacio de Loyola y el Descendimiento… (Continúa).
También dejé apuntado que el guión museográfico quedó a cargo del historiador Roberto Andreu. Entre los muchos valores humanos hay que señalar la ilustrada utilización espacial sugerida por la arquitecta (y museógrafa) Mirella Beverinni ya que, sin intervenir los muros históricos, consiguió un sistema de exhibición en el que no se pierde la importancia del edificio. Al mismo tiempo facilitó la apreciación de lo que se exhibe con una justa dimensión individual de cada objeto, propiciando su proximidad sin que estas joyas corran riesgos.
En 1997, cuando aun no había ni esperanzas de recuperar el convento de las siempre destructoras manos gubernamentales, se publicó el libro Tesoro de la Merced. La edición general quedó a cargo de Ana María Urruela de Quezada. La obra registra la esencia que motivó la fundación de esta nueva institución cultural. Entre los autores que fundamentan el peso de aquel aporte se encuentran Gustavo Ávalos Austria, Dieter Lehnhoff, Luis Luján Muñoz y Ricardo Toledo Palomo, entre otros. El libro complementa de sobra la visita al tiempo y al museo.
El recorrido se divide en cinco secciones y la primera es la tocante al edificio. En la parte introductoria se puede seguir la historia de los mercedarios y los jesuitas en Guatemala a partir de determinadas pinturas que representan a hombres notables para ambas órdenes. También es perceptible la dimensión de la tragedia telúrica de 1773 que obligó la traslación y se hace visible lo que se quedó olvidado en el pasado y qué se consiguió hacer resurgir -con esplendor- en una locación empobrecida por las guerras españolas, la independencia y la inestabilidad política del siglo XIX.
La sala “brillos de plata” no tiene nada que envidiar al salón de platería guatemalteca del museo Franz Mayer en México. Este tipo de piezas pertenecen a lo más granado de los orfebres y sus joyeros coloniales. Desde navetas, estandartes, relicarios y otras piezas con diversidad de usos simbólicos y litúrgicos, el recinto se hace notar por la luminiscencia que emana.
También existe un espacio para las exposiciones temporales: “Devocionarios”. En él se presentan al público, dependiendo de la temporada litúrgica, objetos relacionados a las distintas devociones. Es allí en donde se pueden apreciar creaciones cuya misión es salir en procesiones o dedicados a distintos tipos de acciones de fe. Hay, incluso, casullas ricamente rematadas en joyería, sedas hiladas en oro, y plata.
Y por último, el espacio que da nombre al museo. Es allí en donde se encuentra escultura doméstica y eclesiástica. Entre las primeras hay que señalar especialmente las pequeñas tallas de la “Piedad”, la Virgen de los Desamparados, San Ignacio de Loyola y el Descendimiento… (Continúa).
No hay comentarios:
Publicar un comentario