La fragilidad del espectáculo escénico. Es una idea recurrente que me ha estado dando vueltas en la cabeza desde hace semanas debido a una serie de eventualidades dispersas, disímiles y desconectadas que desembocan todas en este pensamiento fatalista.
Hay diversidad de espectáculos que se desarrollan sobre un escenario. El éxito de la empresa, al menos en Guatemala, pareciera radicar más en la cantidad de plata que se utilice en promocionar el evento y no en la calidad del mismo. Una buena obra de teatro, de búsqueda, debería y debe depender más de otras cosas que de la publicidad. Por ejemplo, una crítica bien fundamentada obra milagros en Europa, EE. UU., la Argentina o México. Acá, sin embargo, hay mucha gente que ojea los medios de comunicación todos los días que jamás se detiene en los contenidos y jamás capta los esfuerzos que hacen los editores y columnistas de opinión por orientar al lector hacia otros derroteros.
La semana pasada partió para Estados Unidos, ya agotado de buscar espacios, oportunidades y el reconocimiento que se merece, un excelente actor, dramaturgo, escenógrafo y sobre todo, director de teatro: Mayro de León. Dicho sea de paso, este multitalentoso hombre también es pintor, escultor y cineasta, ¿qué es lo que hace que otros con menos luces logren llegar a metas que verdaderos artistas, como él, no alcanzan?
Hace un par de semanas, la doctora Lucrecia Méndez de Penedo (URL) convocó a Alfredo Porras Smith, Guillermo Ramírez Valenzuela y a mí, para que platicáramos con los estudiantes del doctorado de Literatura Hispanoamericana sobre nuestras experiencias como teatristas. Tres generaciones bien diferentes y resulta que, salvo las vicisitudes históricas de cada momento, todos hemos enfrentado problemas similares.
Nuestros casos, sin embargo, son muy diferentes al de Mayro debido a que, a pesar de que lo que hacemos no es el show instantáneo que abunda por todos lados, por alguna razón sí contamos con espacios en los que podemos expresar nuestros hallazgos creativos. Somos, probablemente, excepciones, y eso no quiere decir que no nos cueste luchar. Más allá de haber llegado al punto de confianza absoluta, tenemos claro que si cejamos en este momento nuestra labor quedaría en el limbo, como la de tantos otros.
En otro orden, pocas veces había pensado que una catástrofe podría afectar dramáticamente la situación de las artes escénicas. ¿Una catástrofe? Ninguno de los dos huracanes que asolaron al país recientemente perjudicaron nuestro ritmo de trabajo pero… ¿y si el enjambre de temblores de hace unas semanas se hubiera materializado en un terremoto? Y lo impensable, ¿si una temporada se ve afectada por la amenaza de una pandemia y esto termina de espantar al público de las salas? Hasta la fecha, en los 27 años que tengo de hacer teatro, jamás se me había pasado por la cabeza la ausencia total de público. Tal vez el pensamiento que más me atormenta es que si se dejara de hacer teatro —hablo de los trabajos efectuados con conciencia absoluta del hecho artístico con todas sus premisas y logros— ¿lo notaría la Historia? ¿Lo extrañaría alguien?
lunes, 11 de mayo de 2009
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