Muchos años han pasado desde que se fundara por golpe de suerte la hoy ENAP.
En efecto, un ministro de Instrucción Pública sensible —Dr. Arroyo— y tres artistas inquietos: Hernán Martínez-Sobral, Jaime Sabartés y Rafael Rodríguez Padilla, consiguieron que del 10 de mayo de 1920 el presidente Carlos Herrera firmara el acuerdo que permitió organizar al primer personal que laboraría en la institución.
Anatomía y perspectiva fueron los cursos que impartieron Martínez-Sobral y Sabartés. Rodríguez, su primer director en funciones desde el 22 de abril de ese año, enseñó dibujo y escultura. Los resultados redundaron en una promoción que aportó nombres de primer orden para las artes visuales de la nación, como Antonia Matos, Jaime Arimany o Salvador Saravia.
Pese a este comienzo halagüeño, los problemas para mantener a flote esta casa de estudios se hicieron patentes inmediatamente. Apenas el 15 de mayo, cinco días después de la firma del presidente, un nuevo ministro se oponía a su funcionamiento, para lo cual argumentaba trabas de todo tipo, las cuales fueron denunciadas por la Prensa por Rafael Rodríguez Padilla. ¿Qué fue lo que sostuvo en aquel entonces la precaria situación de la escuela? ¿Vocación?
Han transcurrido ya 88 años y los problemas de la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP) parece que no han cambiado demasiado. Como si fuera una piñata a la que todos quieren dar de palos para ver si cae algún dulce. Aunque ahora hay un equipo impresionante que regaló Japón, es imposible sacarle mayor provecho. ¿Son malos los maestros que laboran allí? No y nunca lo han sido. Sin embargo, habrá que preguntarse cómo se puede motivar a un equipo docente recibe un sueldo cada seis meses, luego de interminables trámites, sin vacaciones pagadas, IGSS y sin prestaciones a las que tendrían derecho por los servicios que prestan. ¿Ah? Empecemos por allí.
Las consultorías han reafirmado algo que se sabe desde hace mucho tiempo: es necesaria una reforma curricular. Sin embargo, ¿de dónde saldrá la plata para realizarla? ¿Qué maestros —que encima tienen que ser muy específicos— quieren trabajar bajo las condiciones descritas? Hace falta, claro, que los muchachos que ingresan cada año puedan equipararse para optar a las universidades del sistema, pero ¿cuál es la formación que estos adolescentes traen de las escuelas del interior del país o de las de la capital?
Todo son interrogantes y lo peor es que, pese a tanta buena intención, no hay respuestas inmediatas porque no existe voluntad política de hacer las reformas de manera adecuada. Solo promesas.
Sin embargo, llama la atención que, pese a todo, los artistas que pasan por sus empobrecidas clases salen a flote. Estos, hoy igual que hace casi 90 años, compensan tanta precariedad con ideas renovadas. Basta dar un vistazo a los catálogos que registran su paso por las bienales, subastas y exposiciones, para comprobarlo. ¿Dónde estudiaron artistas como Enrique Castillo, Fátima Anzueto, Benvenuto Chavajay o Mario Santizo? Pues en la ENAP. El listado es grande y muy visible.